martes, enero 28, 2014

El coleccionista de instantes

Habia una vez, hace ya muchas lunas atrás un anciano que coleccionaba instantes. Coleccionaba toda clase de instantes, desde los más pequeños -y a la vista poco cauta, insignificantes-; hasta aquellos que duraban una eternidad. Los habia de todos los colores y sabores: amargos y pardos como los besos no correspondidos, agrios como una amistad mal apreciada y dulces y jugosos como un niño riendo a carcajadas.
Estos instantes eran únicos e irrepetibles y el anciano valoraba todos y cada uno de ellos, contrario a la nueva usanza, aquellos instantes que usaba más, más lustrosos y brillantes se conservaban y permanecían intactos en la vitrina de su alcoba. Mientras que, por diversas razones habia otros desgastados y borrosos, y que, a pesar del empeño del anciano por conservarlos intactos estos simplemente desaparecían; cuando esto sucedía el anciano pasaba largas noches en vela añorando el instante perdido y jamás recuperado.
Un buen día, el anciano decidió contemplar todos los instantes que poseía, porque han de saber, que los instantes es lo único en el mundo que realmente se posee, no más no menos. Al contemplar sus instantes, llegaron a él diversas emociones, amor, esperanza, fe, tristeza, enojo, alegría, soledad y esa era precisamente una de las cualidades de los instantes. Su otra cualidad, y esta era únicamente para aquel que tuviese la capacidad y fuese un verdadero coleccionista de instantes. Se trataba de viajar por el tiempo y espacio, a través de mundos y dimensiones al preciso momento en que el instante fue coleccionado. Ahí estaba el anciano, contemplando sus instantes y transportándose por diversas realidades, observando y haciéndose uno con ellos. Estaba aquel día de verano donde vio su primer amanecer, el aroma de la habitación mientras tenia esa charla con su madre, las risas de los niños en su clase de matemáticas, la promesa enterrada bajo nieve, la vez que se fue, la luna sobre su piel desnuda, su sonrisa, su regreso cuando pensó que se habia marchado, la lluvia mojándolo en la parte trasera de una camioneta, el sabor de un coco a media noche, su abrazo cuando todo parecía confuso, la primera vez que lo conoció, la humedad nunca antes vivida, su abrazo después de la meditación, la incertidumbre debajo de un ángel, lo amargo de sus lágrimas, el copo de nieve en su chamarra, su primer mala nota, su abrazo antes de dormir, su mirada al decir que si.
Todos y cada uno de sus instantes lo fortalecían y debilitaban, completándolo y destruyéndolo a cada momento, zigzagueando en cada segundo, transportándose al infinito repleto de instantes que lo definirían hasta la eternidad.